“Nadie quería hablar de la muerte de mi bebé”: el duelo invisible de una madre después de perder a su hija de dos meses

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Sofía nació el 27 de febrero de 2006. “Era hermosa y enorme: pesó 3,800 kilos

El 27 de abril de 2006, Jessica Ruidiaz (44) salió de la clínica de la Esperanza, en el barrio porteño de La Paternal, en estado de shock. Desorientada, caminó unos metros junto a su marido por la vereda. Se tocó el pecho, vio el rosario que llevaba colgado, se lo sacó y lo tiró contra el asfalto. Tenía 25 años y acababa de recibir la peor noticia de su vida: Sofía, su hija de dos meses, había fallecido.

Sofía murió el 27 de abril de 2006, exactamente dos meses después de su nacimiento

Se llama “huérfano” al que se quedó sin padres; “viudo” o “viuda” a quien perdió a su pareja; pero no hay en el diccionario una definición para quién perdió un hijo. La escritora colombiana Bella Ventura inventó un término para describir a esa condición humana: “Alma mocha”.

Jessica dice que así vivió durante mucho tiempo: como si le hubieran arrancado el alma. “Al principio me acuerdo de que sentía los brazos fríos. Cuando salía, necesitaba tener algo en el pecho: un cuaderno, la cartera… Lo apretaba fuerte porque tenía la sensación de que me faltaba algo. Me faltaba mi hija”, le cuenta a Infobae.

Su caso no es aislado. Se estima que cada año, 6,5 millones de bebés mueren en el mundo, según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). La cifra contempla muertes intrauterinas a partir de la semana 20-28 de gestación hasta las primeras semanas de vida. “No hay estadísticas anteriores porque esas pérdidas, en la mayoría de los países, ni siquiera se registran. Lo cierto es que más de 13 millones de madres y padres quedan en estado de shock y, en la mayoría de los casos, sin ningún tipo de acompañamiento para el duelo”, dice Jessica.

En ese contexto, un año después de la muerte de su hija, fundó Era en abril, la primera organización de Latinoamérica dedicada al abordaje integral del duelo perinatal y embarazos posteriores a la pérdida.

“Andá tranquila, mami”

Sofía nació el 27 de febrero de 2006 por cesárea. “Era hermosa y enorme: pesó 3,800 kilos. Nunca voy a olvidar su carita ni su primer llanto, fue sublime, mágico”, cuenta su mamá. “Después de los controles de rutina nos dijeron que estaba perfecta y nos dieron el alta de la clínica. Solo tenía un hemangioma plano grande en su espalda, como una mancha roja, pero los médicos dijeron que no era nada grave».

Dos semanas más tarde, Jessica llevó a su hija a hacerse unos chequeos al hospital: “Primero fuimos a ver una dermatóloga por el tema del hemangioma. La revisó y me explicó que no había nada raro, que con los años, se iba a ir achicando”, recuerda. En la ecografía, en cambio, se llevó una sorpresa: a Sofía le detectaron líquido en la pleura. Le recomendaron subir a la guardia y mostrarle el informe a la neonatóloga.

“La médica miró los estudios, me preguntó si Sofía comía bien, si dormía. Le dije que sí. Su respuesta fue: ‘No sé para qué te mandan acá, esto es normal en los recién nacidos. El líquido se reabsorbe solo. Andá tranquila, mami’. En ese momento yo no sabía que no podía haber líquido en la pleura. Tampoco se me ocurrió hacer una interconsulta en otro lado. Confié en su palabra y volví a mi casa”, dice.

Al día siguiente, Jessica se reunió con un grupo de amigas que también habían sido madres hacía poco. Estaban tomando mate y compartiendo experiencias cuando tuvo la sensación de que su hija no estaba bien. “No la escuchaba hacer ‘ruiditos’ ni llorar cuando solía hacerlo. La levanté, ella estaba en el cochecito al lado mío, y la sentí flojita. Lloriqueaba un poquito, pero como diferente. Ahí les dije a las chicas: ‘Voy a la guardia’. ‘Vamos con vos’, me dijeron”.

Llegaron al hospital en remise, con Sofía casi desvanecida. Según Jessica, los médicos la reanimaron durante un largo rato. “Cuando se estabilizó me preguntaron si se había ahogado con leche. Yo estaba segura de que no, pero me quedé con una sensación espantosa de culpa. Ahí, mis amigas se acordaron de la ecografía que le había hecho el día anterior. Como la tenía en el bolso, se las di. Enseguida reaccionaron”.

El diagnóstico fue un quilotórax bilateral espontáneo: una condición médica muy poco frecuente que provoca acumulación de un líquido de apariencia lechosa (llamado linfa) en la pleura y que dificulta la respiración porque comprime los pulmones.

Sofía fue derivada de urgencia a la clínica de la Esperanza, donde pasó internada un mes y medio en Neonatología.

Un año después de la muerte de su hija, Jessica fundó

“Esperábamos un milagro”

Esos 45 días fueron durísimos. Sofía tenía drenajes en los pulmones, respirador artificial y se alimentaba a través de nutrición parenteral. Durante ese tiempo, Jessica y su pareja prácticamente no se movieron del lugar. “Salíamos de verla llenos de impotencia. Dormíamos en la sala de espera, sentados, o nos íbamos a alguna estación de servicio. Alguna vez también alquilamos una habitación en un hotel. Como vivíamos en Avellaneda, casi no volvimos a nuestra casa: queríamos estar cerca”, recuerda ella.

El cuadro era delicado, pero cuando comenzaron a suministrarle somatostatina hubo una mejoría. “Un día dejó de drenar líquido y decidieron sacarle el respirador. A mí me pareció apresurado. Se los dije, pero no me escucharon. Y al final pasó lo que temía: empezaron a fallar todos sus órganos”, resume Jessica.

Aunque los médicos ya no hablaban de recuperación, el matrimonio tenía fe. “Hasta el último segundo esperábamos un milagro. Me la imaginaba dada de alta, con la mochila de oxígeno, sabiendo que quizá los primeros años iban a ser difíciles. De tan convencida que estaba, ni siquiera le saqué fotos en la Neo. ‘Se las voy a sacar después’, pensaba. ‘Yo no quiero este recuerdo’”.

Sofía murió el 27 de abril de 2006 a la madrugada. Tuvo varios paros y no lograron estabilizarla. Cuando Jessica llegó al sanatorio, le permitieron alzarla por última vez. “Tuve como un impulso: me saqué la remera, el corpiño y la puse en mi pecho. Le empecé a cantar y me quedé así, con ella apoyada sobre mí, hasta que me dijeron que ya estaba. Ahí me agarró una desesperación horrible”.

En ese momento —dice ahora— no pudo ni gritar ni llorar: se quedó en shock. “Nos llevaron a un consultorio y nos dejaron solos. Recuerdo que le dije a mi marido: ‘¿No tendría que haber un psicólogo acá? Siento que me estoy volviendo loca’. Al rato entraron para consultar si íbamos a querer donar los órganos y hacer una autopsia. Se lo preguntaron al papá y él me lo preguntó a mí. Yo me negué. No quería que tocaran más a mi bebé. Con el tiempo me arrepentí. Después se acercó una médica a explicarnos qué había pasado, pero la verdad es que no recuerdo lo que nos dijo: solo veía que movía la boca. Pidió disculpas, aseguró que hicieron todo lo posible y enseguida nos fletaron. Fue todo superrápido».

En el departamento de Jessica hay un altar en homenaje a Sofía

El después

Tras la partida de Sofía, vino el silencio. Jessica recuerda que nadie quería hablar de la muerte de su bebé. “Necesitaba poner en palabras lo que estaba sintiendo y no me escuchaban. Me decían que era joven, que iba a poder tener más hijos, que con el tiempo se me iba a pasar. Todo eso me dolía y me enojaba. Incluso llegué a pensar: ‘Tal vez el problema soy yo, que estoy sintiendo demasiado dolor’”.

La primera vez que salió a hacer un trámite y le preguntaron si tenía hijos, no pudo responder. “Me puse a llorar y salí corriendo”, dice. Las ganas de hablar se hacían cada vez más fuertes, pero no encontraba espacio ni apoyo. Las amigas con bebés recién nacidos se habían alejado. Su entorno evitaba el tema. Y a ella el dolor le ocupaba todo el cuerpo. “Ahí empecé a ir a las reuniones del Grupo RENACER, un espacio que reúne a padres que habían perdido hijos. El problema era que la mayoría de los que asistían había perdido hijos grandes, de mi edad. Sentía que necesitaba algo más específico”, explica.

Con el tiempo, Jessica volvió a refugiarse en la escritura, como había hecho en la adolescencia. Hasta que un día alguien le pasó el contacto de otra mamá que atravesaba una situación similar. “Estuvimos hablando y ahí se me prendió la lamparita. ‘Quizás esto que nos está pasando, de lo que nadie sabe hablar, no está bien’, pensé”.

Decidió abrir un foro en Internet. Era abril de 2007 y no existían las redes sociales como hoy. A los pocos días empezaron a sumarse madres de toda Latinoamérica. “Era increíble. A todas les pasaba exactamente lo mismo. Para las que vivían en Buenos Aires, propuse hacer reuniones en mi departamento. Al principio éramos dos o tres. Después se empezó a llenar”, cuenta.

Ese espacio se convirtió en Era en abril, la primera organización de Latinoamérica dedicada al acompañamiento integral del duelo perinatal y de embarazos posteriores a la pérdida. “Ahí encontré mi vocación. Estudié para ser consultora psicológica y hoy me especializo en acompañar duelos perinatales y embarazos post pérdida”, cuenta.

Desde hace más de una década, Jessica integra diferentes organismos internacionales, entre ellos, la Alianza Internacional de Muerte Fetal (ISA), la Sociedad Internacional para el Estudio y la Prevención de la Muerte Perinatal e Infantil (ISPID) y la Alianza para la Salud Materna, del Recién Nacido y del Niño, que depende de la OMS. Además, impulsó el primer proyecto de Ley de identidad de América Latina para bebés fallecidos en el vientre materno.

Jessica junto a Victoria, su segunda hija

Un dolor que no se ve

“La gente no tiene noción del impacto enorme que provoca este tipo de pérdida. No importa la semana de gestación o si fue después del nacimiento. El proceso mental que se desencadena es el mismo. La diferencia son los recuerdos: cuánto tiempo se compartió, qué cosas quedaron. Pero el duelo es duelo y, como mínimo, lleva un año”.

Según Jessica, cuando la muerte ocurre durante el embarazo, se la minimiza aún más: “No se imaginan que hubo un bebé que se formó, que hay sangrados, dolores físicos, y que hay que esperar a que se produzca la pérdida. Muchas mujeres incluso producen leche después”.

Lo que vuelve único a este tipo de duelo es que ocurre en el momento más feliz. “Estás esperando vida y te encontrás con la muerte. Como sigue siendo un tabú, las mamás quedan sin apoyo y, después de unos meses, todos esperan que vuelvan a ser las de antes. Pero no van a volver a ser las de antes. Nunca”, agrega.

Jessica insiste en que un duelo “sano” no significa evitar el dolor, sino transitarlo. “Al principio se desencadena una crisis existencial con preguntas del tipo: ‘¿Por qué a mí? ¿Qué hice mal? ¿Existe Dios? Y si Dios existe, ¿Por qué pasan estas cosas?’. Hay que validar las emociones, sobre todo las que se consideran negativas, como la culpa, el enojo, la envidia y la tristeza. En mi caso, durante mucho tiempo, me costó salir a la calle y ver embarazadas, o publicidades donde aparecían bebés. Ni hablar de volver a entrar a la habitación de Sofía: durante meses la tuve cerrada. De a poco, tomé la decisión de ir sacando todo, salvo una bolsita con algunas prendas que todavía conservo. Es mi tesoro”, cuenta.

Los hombres, ¿Lo viven igual? “A diferencia de las mujeres, que tienden a buscar ayuda o con quien hablar; los varones, en general, son más reservados. No saben qué hacer con todo esto. Lo que tapan, lo reprimen y se enfocan en el trabajo. Cuando la mujer procesó y está fuerte de nuevo, ahí es cuando suele caer el hombre”.

La fundación

Empezar de nuevo

Después de transitar el duelo, Jessica decidió volver a ser madre. Lo hizo con miedo, con cuidados extremos y con una certeza: esta vez no quería dejar nada librado al azar. “Planifiqué todo. Me cambié de obra social, investigué cuál era el sanatorio con la mejor neonatología y pedí que tomaran mi embarazo como de alto riesgo, aunque no lo fuera”, dice.

Finalmente, el 28 de octubre de 2008 nació Victoria. Fue una cesárea programada en el Sanatorio Otamendi. Jessica llegó con su bolso, sus estudios y el recuerdo de Sofía muy presente. “Cuando me pusieron la vía, me largué a llorar. Me recordó todo. Pero después, cuando entré al quirófano, me sentí cuidada. Me hablaban, me preguntaban cómo estaba. Fue una experiencia completamente distinta”, recuerda.

Los primeros meses con Victoria no fueron fáciles. La sobreprotección, la ansiedad, los miedos volvieron una y otra vez. Pero esta vez Jessica no estaba sola. Había construido una red, había puesto en palabras su dolor y lo había transformado en acompañamiento.

Cada vez que me preguntan cuántos hijos tengo, digo dos. Pero aclaro que la primera falleció. Lo digo de esa manera porque es parte de mi historia y no la voy a negar jamás. Es lo único que me queda: su nombre, su recuerdo, y poder nombrarla como una hija más de mi familia”.