Las mujeres de Mayo: quiénes eran y por qué sus roles y proezas fueron clave para el proceso independentista

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Monumento a Juana Azurduy

Hace algunos días un video explicativo en el universo digital mostraba una nueva función de uno de los tantos programas que trabajan con inteligencia artificial: la de animar fotos. Cualquier tipo de momento congelado en el tiempo ante un obturador, a la luz de determinados pasos a seguir, puede cobrar vida. Una vida breve. Las personas fotografiadas pueden hacer algún movimiento vinculado a la imagen: agitar un globo, mover la cabeza, saludar.

Pero qué pasaría si, al mejor estilo Black Mirror, esta función escalara más allá y las imágenes pudieran explicarse a sí mismas, tomar voz y contar algo más del momento en que fueron inmortalizadas. Tal vez Mariquita Sánchez de Thompson no ofreciera masitas y bebidas calientes o espirituosas a sus invitados junto al piano. Tal vez contaría que ponía su casa y sus comodidades suntuosas a disposición para ser utilizada como una suerte de búnker lujoso en el que se exponían e intercambiaban ideas llegadas de Europa, nacían asociaciones privadas y públicas y alianzas políticas. Tal vez confesaría que entre exquisitos muebles y telas se planeaba la revolución.

Tal vez María Remedios del Valle podría hablar, por fin, de sus orígenes. Contar sobre su vida de esclava, sobre cómo logró la libertad. Sobre su heroísmo, el miedo que debió masticar y tragar en la primera expedición militar hacia el Alto Perú, en junio de 1810. En las victorias de Tucumán y Salta (1812 y 1813) y en las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma (1813), donde fue herida de bala, tomada prisionera por los realistas y sometida a azotes públicos. Sobre lo que sintió cuando Belgrano la reconoció como capitana, en medio del duelo de su marido y sus dos hijos muertos en combate.

Tal vez Macacha Güemes relajaría su boca sellada para contar cómo organizó junto a su hermano, Martín Miguel, un ejército de gauchos que pasó a la posteridad con el nombre de Los infernales, que defendió el territorio donde ahora se yerguen las provincias de Salta y Jujuy de las fuerzas realistas. Cómo​ hizo de su casa un taller para la confección de uniformes para ese ejército. Y cómo se puso el traje de espía profesional, cuando la ciudad de Salta fue cercada por autoridades fieles a la Corona española, para proveer de información clave a los guerreros independentistas sobre las tropas ajenas. Tal vez confesaría, entre risas y orgullo, cómo ocultó papeles en su pollera o los dejó en huecos de los troncos de los árboles a la ribera del río Arias. Cómo montó a caballo, aún embarazada, para llevar noticias a las que le cabrían la música y la placa roja de “último momento” al campamento del ejército.​

De unos pocos años a esta parte, para estas fechas, se intenta hacer un revisionismo que les devuelva a las mujeres que participaron en la gesta de la independencia algo del honor y el protagonismo que la historiografía oficial, masculina, blanca y rica de Argentina no le dio, cristalizando en los manuales que se estudian en las escuelas otras representaciones. Las de las damas con vestidos vaporosos, peinetas y mantillas y los caballeros majestuosos que, con los sables bien puestos, liberaron la patria.

Entre el aguatero y la negra mazamorrera. Entre los vendedores de velas y los paraguas. Estaban ellas. Aunque sus papeles no hayan sido casi encarnados en los escenarios escolares. Tras bambalinas, sosteniéndolo, empujándolo, orquestándolo todo. Estaban ellas.

Mariquita Sánchez de Thompson

Si hubiera un álbum de figuritas de las mujeres de la patria, quizás de la Revolución de Mayo habría unas pocas. De seguro estarían presentes las que aparecen en esta nota, el puñado al que los años, los feminismos y algunas reivindicaciones latinoamericanas pudieron rescatar del anonimato, del olvido. De seguro hay miles de ellas que no corrieron esa suerte, pero pueden alinearse tras estas, las figuritas que querríamos conseguir. En el honor de todas, en su memoria: sus hazañas. Lo que se supo. Lo que se rescató entre los pocos documentos y registros que los historiadores aseguran hay de ellas. Lo que el tiempo redimió.

La madre negra de la patria: María Remedios del Valle

La doctora en Historia e investigadora del CONICET, Florencia Guzmán, se especializó en la vida de María Remedios del Valle. En un artículo titulado “María Remedios del Valle y las Marías. Memorias, representaciones y actualidad de una femineidad negra heroica en la capital ‘blanca’ argentina” explica que la reconstrucción de su vida nace de dos documentos principales disponibles: un pedido de pensión hecho por ella, en 1826, y el registro del debate, en la Cámara de Representantes de la Provincia de Buenos Aires, sobre si se la otorgaban o no, en 1828.

“De ambos documentos y de una breve cita realizada unas décadas después, surgieron las biografías y semblanzas sobre María Remedios que han sido escritas y reproducidas a lo largo del tiempo por ensayistas, biógrafos, periodistas, historiadores e incluso novelistas. Esta información se ha acumulado y repetido metódicamente, con algunas adiciones, pero también con equívocos, contradicciones y omisiones”, dice en ese texto en el que estudia diversos aspectos desconocidos o imprecisos de la vida de María Remedios, como su filiación, y narra la dificultad de obtener información debido a los pocos registros que existen de las mujeres en general, y más aún de las afrodescendientes que fueron esclavas.

Guzmán dice que “la reseña más completa fue publicada por Jacinto Yaben en el Diccionario de Biografías Argentinas y Sudamericanas, en 1940”. Según esa descripción María Remedios era porteña, afrodescendiente. Aparece nombrada como “parda o morena”. Las investigaciones sugieren, dice Guzmán, “que fue esclavizada por Rosa del Valle, quien le otorgó el apellido”.

Se supo que defendió a la ciudad de las invasiones inglesas y, tras la Revolución de Mayo, se fue junto a su marido e hijos a la expedición destinada al Alto Perú. Alimentaba a los soldados, curaba heridos, peleaba a la par. Tiempo después fue desde Potosí hasta Jujuy, donde se sumó al ejército del general Manuel Belgrano. “Participó en las victorias de Tucumán y Salta (24 de septiembre de 1812 y 20 de febrero de 1813) y en las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma (31 de septiembre y 14 de noviembre de 1813). En esta última fue herida de bala y tomada prisionera por los españoles, luego sometida a nueve días de azotes públicos. No se conoce en cuáles de todas las acciones libradas fallecieron el marido y los dos hijos y tampoco la fecha de su regreso a Buenos Aires”, escribe Guzmán.

Y se detiene largo en la batalla de Ayohuma: “Sugiero que significó un punto de inflexión en la vida y en la representación de heroicidad de María Remedios. Las cicatrices que llevó en su cuerpo hasta el final de sus días resumen las acciones realizadas en esta derrota patriota, donde luchó, escapó, fue herida de bala, capturada y azotada. También, en conjunto con otras mujeres, consoló y asistió en medio de un intenso cañoneo y de un sol abrasante en el mediodía del territorio boliviano. Los adjetivos que la caracterizan en los discursos de los líderes y oficiales sintetizan esta performance de heroicidad: valentía, bravura, abnegación, fortaleza, patriotismo y determinación”.

Vuelve a saberse de ella, en los papeles, en 1826, cuando comenzó el trámite para que le otorgaran la pensión —de seis mil pesos— por los servicios prestados por ella, su marido e hijos muertos en combate.

“Con fecha 24 de marzo de 1827 el ministro de la Guerra, general Fernández de la Cruz, firmó un decreto para que la demandante se dirigiese a la Cámara de Representantes de la Provincia de Buenos Aires, reactivándose allí el expediente en el año 1828. Allí los diputados votaron a favor de otorgarle el sueldo y cargo de capitán de Infantería y dos meses después fue incluida en la Plana Mayor (29 de enero de 1830)”, expone la investigadora. Y sigue: “En 1835 Rosas la habría destinado a la Plana Mayor pasiva con su jerarquía de Sargento Mayor y allí revistará con el nombre de María Remedios Rosas, con el que luego continuaría apareciendo en las listas respectivas hasta la fecha de su muerte, ocurrida en 1847”.

Después de morir fue declarada “madre de la patria”. Aunque su reivindicación histórica llegaría muchos años más tarde: su papel en la gesta revolucionaria comenzó a trascender en el año 2010, por las celebraciones del bicentenario de la Revolución de Mayo, y fue coronado en 2013, cuando se estableció el 8 de noviembre, día de su fallecimiento, como el “Día de los afroargentinos y las afroargentinas y de la cultura afro”.

María Remedios del Valle

Flor y Amazona: Juana Azurduy

A la flor del alto Perú quizás le quepa mejor el mote con el que pasó a la posteridad: “la Amazona de la libertad”. Oriunda de Toroca, un poblado ubicado en la provincia de Charcas​ del Virreinato del Río de la Plata —actualmente Potosí, Bolivia—, de una familia de Chuquisaca. Hija de una madre mestiza y un padre blanco y rico, dueño de muchas propiedades. En 1809, ella y su marido, Manuel Ascencio Padilla, se unieron a los ejércitos independentistas que encararon la Revolución de Chuquisaca y la Paz, en la que derrocaron al gobernador. Después, los dos se sumaron al Ejército del Norte encabezado por Manuel Belgrano.

Juana logró reclutar a diez mil indígenas, comandó tropas, colaboró con Martín Miguel de Güemes luchando en más de treinta batallas que liberaron Arequipa, Puno, Cusco y La Paz. Entre quienes pelearon se destacan “Las Amazonas”, un grupo de mujeres mestizas e indígenas movilizadas por la causa de la liberación del pueblo.

Como señala en su estudio sobre María Remedios del Valle, Florencia Guzmán, retomando al historiador Alejandro Rabinovich, “el esfuerzo reclutador de los ejércitos patriotas se había repartido de manera desigual entre los distintos sectores sociales. La tropa estuvo compuesta mayoritariamente por campesinos y trabajadores pobres de la campaña, la plebe urbana, migrantes internos, negros, pardos, indios y mestizos, tanto varones como mujeres”.

Juana Azurduy destacó por su valentía y su capacidad de liderazgo. En 1816 fue nombrada teniente coronel; en 1825, Simón Bolívar la ascendió a coronel y le otorgó una pensión que recibió durante cinco años. Sin embargo murió, a los 81, en la pobreza y el olvido; un 25 de mayo de 1862. Y fue enterrada en una fosa común. Cien años después sus restos fueron exhumados y trasladados a un mausoleo construido en su honor en la ciudad de Sucre.

A la mayoría de estas mujeres los homenajes y reconocimientos por lo hecho en pos de la liberación de estas tierras les llegaron mucho después de morir. Entre los muchos que recibió Juana, en Bolivia, hay una provincia, un aeropuerto, y la Orquesta Infanto Juvenil Nacional con su nombre. Además fue ascendida póstumamente: en 2009 se le otorgó el grado de mariscala de la República, declarándola “libertadora de Bolivia”; en 2011, el de mariscala del Estado Plurinacional de Bolivia. Para sellar este nombramiento, el entonces presidente Evo Morales posó los grados y el sable al pie de sus restos.

En la Argentina, el historiador Félix Luna escribió una cueca norteña que musicalizó Ariel Ramírez en su honor, y muchas instituciones de diferentes provincias la llevan en su nombre. Hay escuelas, de norte a sur, calles y hasta una ruta chaqueña que se llama como ella.

Su imagen se alza, determinante, en la Plaza del Correo, frente al Palacio Libertad —ex Centro Cultural Kirchner— y solía estar en el Salón de las Mujeres Argentinas del Bicentenario de la Casa Rosada, que el Gobierno actual rebautizó Salón de los Próceres, en el Día Internacional de la Mujer. En 2009, cuando Hugo Chávez visitó el país saludó militarmente el monumento y la entonces presidenta argentina, Cristina Fernández, le dijo: “Hacés muy bien en hacerle la venia. Perdió cinco de sus seis hijos en la guerra por la independencia”.​

Como a Remedios del Valle, con una ley se dedicó un día en su honor: en 2007 se declaró al 12 de julio, fecha de su nacimiento, Día de las Heroínas y Mártires de la Independencia de América.

El 14 de julio de 2009 Cristina Fernández le otorgó el grado póstumo de generala del Ejército Argentino y, al año siguiente, entregó sable e insignias de ese cargo a sus restos, en la Casa de la Libertad de Sucre y firmó un tratado, con Evo Morales, que establecía al 12 de julio como el Día de la Confraternidad Argentina-Boliviana.

Juana Azurduy en combate. (Ilustración publicada en la revista Caras y Caretas).

Mucho más que “la hermana de”: Macacha Güemes

Sexta hija —primera mujer— de ocho hermanos en una familia de apellidos ilustres y fundacionales del norte argentino, María Magdalena Dámasa Güemes, cuyo padre era el tesorero real de la Corona española en la Intendencia de Salta, territorio tucumano del Virreinato, llegó al mundo dos años después que su hermano Martín Miguel. Con el que lucharía codo a codo por la independencia argentina.

En 1803 se casó con Román Tejada, capitán del Regimiento de Patricios de Salta, otro hijo de una de las familias más tradicionales de esa ciudad. Con él tuvo una hija que llamó Eulogia.​

Podría imaginarse que Macacha tenía una vida colmada de comodidades, apellidos relucientes, exenta de preocupaciones. Sin embargo, cuando estalló la Revolución de Mayo, se puso al servicio de la causa independentista. Se plegó a su hermano, que hacía carrera militar desde los catorce años.

Juntos organizaron un ejército de gauchos para defender las tierras de las actuales provincias de Salta y Jujuy de las tropas realistas. Este cuerpo de soldados fue conocido con el nombre de Los infernales. Macacha transformó su casa en un taller para fabricarles los uniformes y cuando la ciudad de Salta se vio cercada por autoridades fieles a la Corona española, se convirtió en espía para llevarle, a los suyos, información. Escondía pequeños trozos de papel entre su falda o los dejaba en huecos de los troncos de los árboles. Cuando tenía noticias con carácter urgente montaba a caballo —lo que hizo incluso embarazada— hasta el campamento de Los infernales.

Cuando su hermano se enfrentó con el general José Rondeau, director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata —que lo había declarado traidor por haberse apropiado de armamento para formar su propio ejército— y venció, su popularidad lo llevó a convertirse en gobernador de Salta. Rondeau quiso intervenir militarmente en consecuencia, pero Macacha medió entre ambos para evitar otro enfrentamiento. Logró un acuerdo de no agresión que se conoció como Pacto de los Cerrillos. Y que también establecía la continuidad de su hermano al frente del ejército de gauchos.

Mientras Miguel dirigía los combates, Macacha se hacía cargo del Gobierno provincial y desactivaba operaciones en su contra suscitadas por las familias de la élite salteña que no veían con agrado un gobierno gaucho y formaron un partido opositor llamado Patria Nueva para reemplazarlo. A raíz del cual, junto a José Ignacio de Gorriti, ella formó el partido Patria Vieja.

Su hermano falleció en junio de 1821 por un balazo recibido en un enfrentamiento en su casa de Salta. Macacha estaba ahí.

Después de la muerte de Miguel, ella continuó trabajando para la causa revolucionaria. Fue encarcelada, junto a su madre y simpatizantes de su partido, por el gobernador opositor, pero debieron liberarlas tras una sublevación del ejército gaucho, con saqueos, en la ciudad de Salta, el 22 de septiembre de 1821. Ese episodio fue conocido como la Revolución de las Mujeres y trajo como consecuencia el derrocamiento de Fernández Cornejo y la asunción de Gorriti.

Macacha siguió siendo una activista política acérrima varios años más. Luchó por la justicia y la igualdad. Por los derechos de las mujeres y su educación. También apoyó a los movimientos obreros y a los trabajadores agrícolas, y luchó por la abolición de la esclavitud.

Murió en Salta, el 7 de junio de 1866, a los 79 años, con el reconocimiento y la estima de las franjas más humildes de la sociedad, muchos de quienes conformaban el ejército gaucho de Güemes. De ellos recibió el mote de “madre del pobrerío”.​

Macacha Güemes

Una escritora elocuente: Águeda Tejerina

Águeda Tejerina nació en Tucumán, en 1768. Como muchas de las mujeres que participaron de la causa independentista, era hija de una familia española con gran fortuna, con miembros que se sucedían en puestos relevantes de la política y la sociedad de esa geografía.

Según las tradiciones de su cultura, las niñas de buena familia no debían dar a conocer de forma pública sus pensamientos y opiniones. Era extraño que se les enseñara a leer y, si se hacía, se controlaba con rigor a qué materiales accedían. Aún más extraño era que se les enseñara y permitiera escribir para expresarse. Las pocas mujeres que sabían leer, en general, no sabían escribir más que su firma. Pero Águeda tenía un temperamento particular y estas costumbres no la detuvieron.

En 1783 se casó con el comerciante español más rico de la ciudad, Manuel Posse, y se dispuso a su lado para llevar la contabilidad de sus negocios. Mientras paría un hijo por año, hasta contar 14 —muchos de los cuales morirían en la niñez— se erigía como una referente social: era la primera en actos de caridad, presidía eventos importantes. Pero la causa que haría suya, más que ninguna, llegó con la noticia de la invasión inglesa, en 1806. Y el pedido de refuerzos desde Buenos Aires.

Águeda comprendió enseguida que algo debía hacer para avivar la reacción del pueblo tucumano. Fue cuando escribió una apasionada proclama dirigida a las mujeres, que trascendería los sesgos de género de la historia. Un texto en el que las llamó a demostrar su patriotismo de la manera que eligieran, que pudieran.

Con fecha de marzo de 1807 y la firma de uno de sus hijos —pese a que sabía leer y escribir notablemente— más como una estrategia sutil para conservar las formas impuestas socialmente ante las destinatarias de ese mensaje, en el texto escribió cosas como: “Llegó el tiempo en que es preciso manifestar los sentimientos de patriotismo, vasallaje y honor que también nos animan. Aunque la honestidad del sexo nos excluye de la comparecencia personal al socorro de Buenos Aires, no por eso niega otros recursos para demostrar que nuestros deseos se nivelan con los que han dado a luz los nobles ciudadanos del pueblo”.

“Un solo golpe resta para que el enemigo Inglés posesionado en la Capital de Buenos Aires continúe sus hostilidades al interior del Reino para que después de sus porfiados ataques se haga dueño de nuestro Patrio suelo, de nuestros dominios y propiedades y que enarbolando sus banderas, suelte el freno al despotismo y rigor, promulgando leyes de severidad y espanto”.

“(…) En menos de cuatro días ya tenemos ochenta y tantos voluntarios”. “Hemos visto que aún los niños de diez años concurrieron en tropel a ofrecerse voluntarios: y que los más infelices han hecho demostraciones de verdaderos compatriotas oblando alguna suma entre la indigencia que les oprime”.

Tucumanas, nuestro sexo jamás puede reputarse de menor condición en esta parte, y así es preciso que expliquéis nuestros sentimientos suscribiéndose a continuación por las sumas que queráis oblar, que yo me suscribo por la de cincuenta pesos”.

Después del texto —que tuvo una amplia recepción— comenzó a tocar puertas, a recorrer casa por casa para recoger la colecta y seguir motivando a sus conciudadanos a ser protagonistas de la historia.

Así lo narró el escritor Eliseo Soria Quiroga: “Doña Águeda no se dio por satisfecha con la proclama, salió a la calle y, haciendo sonar el fru fru de sus enaguas, fue de casa en casa levantando una colecta para costear los gastos que habían de hacer frente la población de Tucumán cooperando a la Reconquista de Buenos Aires, ya que, como decía en su escrito, las arcas del erario provincial estaban exhaustas”.

Las mujeres tucumanas se sintieron interpeladas, sacudidas: respondieron. Armas, dinero, uniformes, mano de obra, cada quien ofrecía lo que estaba a su alcance en pos de la defensa de Buenos Aires. Tucumán fue el primer territorio que acudió ante el pedido de ayuda de manera significativa: envió a la capital unos 600 hombres, con equipo y armamento brindado por la cooperación popular.

Los años siguientes, en las guerras de la independencia, Águeda Tejerina supo oponerse a su propio marido que apoyaba al ejército realista. Donó todas sus joyas al ejército patrio en colaboración a la lucha. Perdió en combate a un hijo y a un hermano. Murió longeva, nonagenaria, testigo del nacimiento de una nueva Argentina.

Águeda Tejerina

Fueron más. Más las que trascendieron —Mariquita Sánchez de Thompson, Melchora Sarratea, Manuela Pedraza, Casilda Igarzabal de Rodríguez Peña— y más aún las que no. Miles de mujeres desarrollaron acciones fundamentales para el proceso independentista y quedaron ocultas entre los pliegues de la historia, en el anonimato que en gran parte les cupo por ser mujeres. La independencia del 9 de julio de 1816 no sería aún independencia para ellas, que seguirían por largo tiempo confinadas a la vida doméstica, restringidas del derecho de participar activamente de las decisiones políticas del país naciente. Aún así, ellas fijaron los cimientos de una sociedad que años más tarde lucharía por la igualdad de derechos. Una sociedad que años más tarde las reivindicaría.